En la antigüedad los penitentes cubrían su cabeza de ceniza y se colocaban en las puertas de los lugares públicos para mostrar su arrepentimiento y ganar la benevolencia de Dios…
Y aún hoy la puerta de entrada en la cuaresma es para nosotros el miércoles de ceniza. Y reproducimos, aunque sea de modo simbólico, aquel gesto, mientras se nos dice “conviértete y cree en el evangelio” (una vez dejado atrás aquel enunciado un poco más sombrío que era “recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”). Cuando uno es niño quizás le parece gracioso, chocante, hasta algo exótico eso de que te tiznen la frente con ceniza. Pero ya no somos niños. ¿Cómo encontrarle un sentido pleno a ese gesto? ¿Qué significado le damos hoy? ¿Qué palabra se nos propone?Vamos a buscar algunas expresiones un poco más provocadoras para entender eso de la conversión…
Crece de una vez, si es que aún te mantienes en la eterna adolescencia de quien no sabe aceptar la vida en su complejidad.
Ama a los otros, no a ti mismo (uno puede amarse a si mismo en los otros, y eso es muy peligroso y bastante estéril).
Aprende a mirar un poco más allá del horizonte habitual, para no quedar atrapado en jaulas de oro, y
atrévete a soñar en un mundo mejor.
Acepta que, para todo lo anterior, no eres tú el que está en control, sino Dios quien, dentro de uno, alienta esa conversión.
¿En qué creo? A veces no lo sé. Es fácil creer en la riqueza (pues, efectivamente, abre muchas puertas), en la belleza (tantas otras), en el éxito, la inteligencia, el aplauso, la oratoria brillante, las propias fuerzas, el trabajo bien hecho, la eficacia, la utilidad, el placer, el talento o la genialidad… Pero no basta.
Creer en el evangelio es darle la vuelta a las categorías habituales. Creer en la debilidad que se hace fuerte, en la derrota que no tiene la última palabra, en el amor que va más allá de la eficacia y la utilidad, en la palabra que, sin adornos, habla verdad. Es creer en un Dios crucificable. Y en una humanidad amable. Y eso no es fácil.